Amelia está nerviosa, aunque espera conseguir el empleo, ¿acaso no es Navidad? Recompone su vestido y llama al timbre. Le ha costado encontrar la casa en las afueras que da cobijo a los niños sin hogar. Una señora, vestida de negro, abre la puerta y la atrae hacia dentro sin mediar palabra. En un suspiro le quita el sombrero y le pone una cofia en su lugar. Hay mucha gente que corre de un lado para otro. ¡No te quedes ahí pasmada, niña!, le grita la señora de negro haciendo aspavientos y empujándola hacia la cocina. Amelia ya ha perdido de vista su maleta y deduce que el empleo es suyo.
En la cocina el ritmo es aún mayor, pero en cuanto entran las dos todo se paraliza. Atención, ella es Amelia. No hay tiempo para enseñarle nada así que dadle lo que pueda ir haciendo, ¿entendido? Amelia se siente confundida, no ha podido mostrar ni sus referencias ni todas las ideas que tiene para crear nuevas recetas. Una joven pelirroja la coge de la mano y se la lleva a su lado. Le explica todo lo que por el momento debe saber. El día de Navidad es el día de adopción oficial, el día en mayúsculas, la mejor oportunidad de los niños para conseguir un hogar. Nada puede fallar. La joven tiene una boca grande pero no vocaliza demasiado bien. Le proporciona decenas de cebollas que ha de cortar en juliana y un cuchillo. Vamos, que no te vea parada. Amelia aprendió a cocinar antes que a caminar. Su única lectura fueron las recetas y todas las matemáticas que necesitaba saber se centraban en proporciones y medidas. Ya habrá tiempo para demostrar lo que sé hacer, piensa. Así que corta en juliana, friega ollas gigantescas y arranca las entrañas a los animales. Esto último lo hace con especial mimo y delicadeza. Sus compañeros la observan con cara de asco mientras se desenvuelve entre vísceras. Nadie como ella para saber la relevancia de ese acto.
La mañana transcurre en un suspiro. Amelia está sucia, huele a cebolla y su vestido necesitará varios lavados. Sale al jardín que circunda la casa y da un paseo. Hay unos grandes ventanales por los que puede observar el interior. Un salón enorme con cuadros y tapices en sus paredes es el escenario para que los niños conozcan a sus futuras familias. Pasan minutos, después horas, se hace de noche y Amelia sigue plantada frente a los grandes ventanales. En el salón ya no queda nadie, excepto un niño. Lo ha estado observando en todo momento. Algún matrimonio se le había acercado, incluso le dijeron alguna cosa, pero él no devolvió respuesta alguna. Imagina a esas familias con una carta de deseos, como pequeños en la noche de Reyes, con una lista detallada de qué les haría felices: niño, rubio, corta edad, trabajador ―pues en la casa siempre hay tareas que hacer―, que le guste estudiar, ni parlanchín ni callado…
Amelia vuelve a la cocina. No hay nadie y todo está desordenado y sucio. A oscuras se prepara un tazón de leche caliente con chocolate, se descalza y se sienta en la esquina de una gran mesa de trabajo. Pone sus pies sobre la banqueta, calienta sus manos con el tazón y, dejándose caer en el respaldo de la silla, da un pequeño sorbo cerrando los ojos. Cuando los abre de nuevo, el niño tímido al que acababa de observar está ahora frente a ella. Se miran por unos instantes, en silencio. Amelia hace un gesto con las cejas y el niño se sienta a su lado; le sirve un tazón también a él y le quita los zapatos. El niño cierra los ojos, da un sorbo y después saca de su bolsillo una pequeña libreta. Escribe una pregunta en ella… ¿Hay alguien ahí? La puerta de la cocina se abre y entra algo de luz del pasillo. Es la señora de negro. Amelia y el niño, aprovechando que están a oscuras, contienen la respiración. ¡Malditos holgazanes! ¡Ya podéis dar gracias que es Navidad! Pero mañana, al canto del gallo, quiero esto limpio, ¡reluciente! Que pueda ver mi reflejo en cada una de las ollas, ¿entendido? Y se marcha renegando. Cuando la puerta se cierra, esperan prudentes unos segundos y ambos sueltan el aire y ríen. Es hora de ir a dormir y Amelia le acompaña hasta su habitación. Tumbada junto a él, en su cama, le abraza y le mece con dulzura. Espera a que caiga rendido y es entonces cuando coge su libreta y anota la respuesta.
Sale de la habitación pensando en su pequeña e imperfecta risa. En cómo, seguramente, se parece a aquel primer llanto cuando lo arrancaron de sus entrañas. En que seguro que será un buen alumno, y que le podrá enseñar a cocinar y también a leer los labios, ahora que por fin ha dado con él.
Relato presentado al Sexto Concurso #cuentosdeNavidad, organizado por Zenda Libros y patrocinado por Iberdrola.
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