Dejó la puerta de la jaula abierta esperando que escapara. Huye, huye y sé libre, tú que puedes, le decía. Pero el maldito pájaro únicamente se limitaba a canturrear como respuesta. Ese pio pio que se le metía en la cabeza y no le dejaba pensar en nada. Hacía ya una semana que Elisa se había marchado y la casa parecía una pocilga. No porque ella fuera una hacendosa ama de casa, más bien al contrario. Era él el que se ocupaba de comprar, limpiar y cuidar de los niños. Pero ya no había ni rastro de Elisa ni de sus hijos. Se fue a dormir dejando la jaula en el balcón. A pesar de ser invierno creyó que cuando notara, oliera la libertad, entonces sí que volaría.
Debería ser aún temprano cuando el pio pio le despertó. Había olvidado cerrar la puerta del balcón, pero ya ni sentía ni padecía y el frío se le antojaba un buen compañero; tampoco había bajado las persianas y un tímido sol iluminaba la estancia. Maldito pájaro, pensó.
Su desayuno había pasado a consistir en una cerveza y un donut del Mercadona. Pronto sería necesario ir a comprar, pero no tenía ganas de salir ni de hacer nada en general y menos aún en particular, como tener que dar explicaciones a la inquisitoria mirada de una cajera.
Tuvieron que pasar varias horas, porque volvía a ser de noche, cuando el timbre de la puerta le despertó. Se había quedado dormido en una incomodísima postura en el sofá y el televisor encendido era la única luz que le podía guiar hacia la entrada. Quién coño sería a esas horas que viniera a verlo a él, que lo habían abandonado, que lo habían señalado como un padre de mierda y un marido aún peor. Al abrir se encontró con Pablito, el niño sordo de la portera, con lo cotorra que es la madre. Hecho que le parecía una especie de justicia divina o de equilibrio antinatural. Pablito llevaba entre sus manos un canario amarillo con tonos anaranjados en las alas. No respiraba, tenía los ojos cerrados y parecía como dormido sobre el improvisado lecho de sus manos. Lo tomó entre las suyas, le dio al niño un billete de cinco euros que encontró junto a las llaves, en el mueble de la entrada, y cerró la puerta. No pudo dar ni un paso para llegar al salón, se sentó en el suelo y empezó a llorar. Maldito pájaro, decía. Maldito pájaro. Supo, en ese preciso instante, que sería así como lo encontrarían. Acurrucado junto a un minúsculo ser que apretaría contra su pecho, como si temiera que fuera a escapar, como si lo creyera también capaz de abandonarlo.
(la imagen es de Google)
Relato presentado al concurso organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, Historias de Animales.
#HistoriasdeAnimales
Comentarios
Publicar un comentario