El calor de principios de septiembre aún me habría permitido disfrutar de la playa hasta el ocaso. Pero el inicio de la escuela marcaba el final del verano; por mucho que el sol se empeñara en seguir calentando y en hacerme dudar entre manga larga o corta y la socorrida chaquetita de entretiempo. Algo tan en desuso, el entretiempo. Finalmente opté por una camiseta negra y unos tejanos. Nadie se atrevía a no llamar Don José a nuestro profesor de matemáticas, siempre tan serio y a la vez honesto; severo, pero también justo. Entró y nos encontró a todos en un total y absoluto silencio, no fue necesario que nadie avisara de su llegada con aquello de callaros que entra. Y nos pusimos en pie. Su familia ocupaba el primer banco y todos los demás llenábamos la enorme sala del tanatorio que en ese instante me pareció, a mis cuarenta años, tan pequeña como el pupitre escolar. Él la hacía diminuta. Seguro que Don José ya nos habría explicado con una de sus fórmulas cómo calcular el número exa...
Todo empezó en un semáforo. No soy rubia, no tengo un descapotable pero hago las croquetas como las de mi madre. Me gusta escribir. Reírnos de nosotros mismos nos mantiene locos en un mundo de cuerdos.