Matías es uno de esos viejos aburridos y solitarios, que se pasa los días haciendo cualquier tarea que requiera atención y dedicación. Como puede ser la construcción de un barco en miniatura dentro de una botella. Su piso es pequeño, pero con muebles grandes que están repletos de marcos con fotografías de una familia feliz: un matrimonio joven con tres niños pequeños y un perro que podría llamarse Toby, es un buen nombre para un perro que fue regalado por los Reyes Magos. Y hablando de ellos, de nuevo es Navidad. Matías ya no la celebra. Principalmente porque sus hijos se fueron todos a Madrid y siempre están muy ocupados para venir; aunque la distancia entre ellos sea prudencial y se pueda recorrer en un mismo fin de semana, si me apuran, en un mismo día. Pero después vino cuando enviudó. Marisa, que así puede llamarse la difunta mujer de Matías, era una mujer muy hogareña que pasaba horas en la cocina con el objetivo de reunir a todos en una misma mesa, aunque solo fuera por unos días al año. Pero Marisa murió de un cáncer fulminante en menos de un mes. Y Matías se vio viudo y solo, sentado en un salón en el que, mirara por donde mirara, encontraba fotos de personas que se burlaban de él. No era difícil dejar de reconocerse en esas imágenes, en ellas por lo menos sonreía. Matías pasa los días con la misma rutina. Descubrió al enviudar que era un reprimido hombre de costumbres (como el zurdo al que intentan enderezar), ahora ya nadie le dice cómo debe comer o vestir. Pero no nos desviemos de nuestra historia. El confinamiento por la pandemia para Matías no fue ningún suplicio. La asistenta social le hacía la compra y nunca le faltó de nada. Cuando todo esto empezó, le ponía muy nervioso escuchar a sus hijos por teléfono cómo le decían que no podían venir, que si el confinamiento perimetral, que si la seguridad. Ahora ya no. Les deja hablar, excusarse, y entonces les contesta que no se preocupen, que él está bien, y cuelga. Para Nochebuena se ha preparado un cóctel de gambas siguiendo una receta de Arguiñano que encontró en un cajón. Para Nochevieja ha pelado y deshuesado las uvas sin tener que escuchar aquello de es que vaya manía tonta la tuya. Y para Reyes ha pedido más material para sus barcos. A él no le importa poner de fondo la radio con esos índices de muertos y contagiados, vive en su propio ecosistema. Se abstrae tanto que cree que son villancicos de Manolo Escobar lo que le parece escuchar en realidad. En ocasiones ese acompañamiento lo mece y lo lleva a echar alguna que otra cabezadita, como hace unos instantes. Pero cuando despierta lo hace sobresaltado. Escucha voces y ve a sus hijos, a los tres, con otro señor trajeado que no conoce. Intenta llamar su atención, sin éxito; ya decía él que se había vuelto invisible para ellos. Entonces escucha una voz que grita.
― ¡Tierra a la vista! ¡Tierra a la vista!
Atónito mira a todos lados.
―Aquí arriba, mi Capitán, ¿es que se ha vuelto majara de un día para otro?
La voz procede de lo alto, como si fuera el mismísimo Dios. Mira hacia arriba y allí está él, un grumete que no debe tener más de trece años, avispado y atlético, que baja por el mástil y se pone a su altura.
― ¿Es que se ha quedado sordo? ¡Ya llegamos a tierra!
El muchacho señala en una dirección con su índice. Entonces Matías se pone la mano a modo de visera en la frente y mira hacia el horizonte.
―Tienes razón, chaval, allí hay tierra.
―Pues coja el timón de una vez ―le dice ofreciéndole una gorra de capitán que lleva curiosamente su nombre.
Matías se encala la gorra, ¡le queda perfecta! De un nada usual salto se coloca al frente del timón y dando órdenes, certeras y seguras, consigue enderezar el barco y dirigirlo hacia su destino, pasando por la garganta llamada Cuello de Botella y escuchando, cada vez más lejanas, las voces de sus hijos; como cantos de sirena de los que huye para toda la eternidad.
― ¡Tierra a la vista! ¡Tierra a la vista!
Atónito mira a todos lados.
―Aquí arriba, mi Capitán, ¿es que se ha vuelto majara de un día para otro?
La voz procede de lo alto, como si fuera el mismísimo Dios. Mira hacia arriba y allí está él, un grumete que no debe tener más de trece años, avispado y atlético, que baja por el mástil y se pone a su altura.
― ¿Es que se ha quedado sordo? ¡Ya llegamos a tierra!
El muchacho señala en una dirección con su índice. Entonces Matías se pone la mano a modo de visera en la frente y mira hacia el horizonte.
―Tienes razón, chaval, allí hay tierra.
―Pues coja el timón de una vez ―le dice ofreciéndole una gorra de capitán que lleva curiosamente su nombre.
Matías se encala la gorra, ¡le queda perfecta! De un nada usual salto se coloca al frente del timón y dando órdenes, certeras y seguras, consigue enderezar el barco y dirigirlo hacia su destino, pasando por la garganta llamada Cuello de Botella y escuchando, cada vez más lejanas, las voces de sus hijos; como cantos de sirena de los que huye para toda la eternidad.
(la imagen ha sido obtenida de Google)
Relato presentado al concurso Una Navidad diferente, organizado por Zenda e Iberdrola.
#unaNavidaddiferente
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