Ir al contenido principal

En mil pedazos

 

En la escuela de niños enseñaban matemáticas y el abecedario, en la de niñas nos teníamos que conformar con aprender a bordar con la señorita Julia. Sabía que podía confiar en ella, también en madre, y que a padre y mis hermanos les podríamos engañar con cierta facilidad. Era la pequeña y de salud delicada madre solía referirse a mí como su niña de cristal, y nadie sospecharía de mi ausencia si les decíamos que había caído enferma y que me enviarían una temporada con unos parientes que vivían lejos.

Días atrás, la señorita Julia había anunciado al párroco que su hermana había fallecido dejando huérfano a su sobrino; que iba a venir a vivir con ella, pues era su única familia, y que necesitaría una plaza en la escuela para él. Madre recuperó del baúl ropa de mis hermanos de cuando tenían mi edad y ya instalada en casa de la señorita Julia, ató mi pelo con un lazo y lo cortó, guardándolo en un pañuelo. Un día nos cruzamos viniendo del mercado y ambas simulamos a la perfección no habernos visto.

La escuela de niños y la de niñas ocupaban dos edificios de una misma calle muy empinada, la de niños estaba en el punto más alto. Por las mañanas la señorita Julia y yo salíamos juntas de casa, me despedía de ella en la puerta de su clase y proseguía mi camino. Aunque no entraba hasta que me perdía de vista. Las rutinas a su lado eran divertidas, se había convertido en una especie de hermana mayor. Su casa era pequeña y austera, llena de telas y patrones de bordados, y me decía que ahora que éramos dos parecía menos fría. A pesar de que ya no iba a la escuela de niñas, insistía en enseñarme a bordar. Yo a ella, a cambio, le explicaba geometría, a calcular el área de un cuadrado tomando como ejemplo la mesa donde comíamos. En su casa no había fotografías de familiares, ni siquiera de algún novio vestido con uniforme militar, ni hermana ni sobrino.

Una tarde, al acabar las clases, bajé la calle como de costumbre para esperar a la señorita Julia. Pero antes de llegar a la puerta de la escuela vi al párroco y a una pareja de guardias civiles sacándola a rastras del edificio. ¡Huye! gritó en cuanto me vio. No sé qué pensé en ese momento, solo sé que solté el fajo de libros que llevaba y corrí hasta que dejé de sentir mis piernas.

La noche cayó y yo seguía escondida en una de las cuevas del monte, acurrucada en el rincón que me pareció menos húmedo. El miedo había paralizado mis pensamientos. Pero debía hacerlo, pensar, y rápido. La ciudad quedaba lejos y seguramente que ningún lugar a la redonda iba a ser seguro para mí. Dejé de sentir miedo, el frío había neutralizado mis sentidos y cerré los ojos. Soñé que alguien me rescataba, que me llevaba a la ciudad y completaba mi formación. Que cuando preguntaban por mi nombre, yo respondía: Julia. Que me convertía en maestra y que, frente a un aula llena de niños y niñas, enseñaba matemáticas. Todo esto soñaba cuando un tremendo zarandeo me despertó y unas manos grandes y frías me agarraban por el brazo. Cuando escuché el ruido que emite el cristal al chocar con el suelo, sentí que me rompía en mil pedazos. Mi niña de cristal, como solía llamarme madre.

Relato presentado al Concurso de Zenda, patrocinado por Iberdrola, #MaestrosInolvidables
 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Reflejo natural

  La madre, al ver su rostro, enfureció. Rompió todos los espejos del hospital y no dejó que nadie se acercara al bebé, evitando así que fuera fotografiado. Vendió el piso de Madrid y se fueron a vivir a un pueblo abandonado de Soria. El niño creció ajeno a todo y ella no hubo verano en el que no se arrepintiera de su desliz. Creía que estaban a salvo hasta que una mañana vio a Narciso acercarse por el sendero. En el momento en el que padre e hijo se vieron, cayeron perdidamente enamorados el uno del otro.   (detalle del cuadro ‘Eco y Narciso, de John William Waterhouse) Relato finalista de la IX edición de Relatos con Banda Sonora de La Ventana (cadena SER) y Escuela de Escritores. Banda sonora: Narciso , de Pipiolas  

Dentro del armario

       Cuando aquel agosto decidí limpiar el armario encontré a nuestra hija. Hacía tiempo que no sabíamos nada de ella, un día discutimos y se marchó de casa, o eso creímos. Recuperar la confianza nos iba a llevar un tiempo, por eso la dejamos ahí adentro. Cada mañana poníamos una bandeja en el suelo con comida y bebida. Y si necesitaba algo nos escribía una nota. Ha pasado un tiempo desde aquello y aún sigue ahí. Estas Navidades cenamos todos juntos dentro del armario, aunque hay algo que me preocupa y es que espero no manchar nada con las gambas.  (la imagen es de Google) Microrrelato finalista en la VIII edición de Relatos con Banda Sonora, organizado por la Cadena SER y la Escuela de Escritores.

Consecuencias de vivir en un ático

  Dejó la puerta de la jaula abierta esperando que escapara. Huye, huye y sé libre, tú que puedes, le decía. Pero el maldito pájaro únicamente se limitaba a canturrear como respuesta. Ese pio pio que se le metía en la cabeza y no le dejaba pensar en nada. Hacía ya una semana que Elisa se había marchado y la casa parecía una pocilga. No porque ella fuera una hacendosa ama de casa, más bien al contrario. Era él el que se ocupaba de comprar, limpiar y cuidar de los niños. Pero ya no había ni rastro de Elisa ni de sus hijos. Se fue a dormir dejando la jaula en el balcón. A pesar de ser invierno creyó que cuando notara, oliera la libertad, entonces sí que volaría. Debería ser aún temprano cuando el pio pio le despertó. Había olvidado cerrar la puerta del balcón, pero ya ni sentía ni padecía y el frío se le antojaba un buen compañero; tampoco había bajado las persianas y un tímido sol iluminaba la estancia. Maldito pájaro, pensó. Su desayuno había pasado a consistir en una cerveza y un