Son las 7:56, llego puntual con el autobús a la parada del chaval de la funda de guitarra. Sube siempre cargado de libros, y con su funda, que a duras penas mantiene rígida y erguida. Desde que nos pusieron la máquina expendedora de billetes que ya nadie me habla o me mira, a excepción del chaval. Se resiste a dejar de dedicarme un gesto lánguido a modo de saludo, que ambos entendemos como suficiente. Parece muy tímido y tiene cara de llamarse Matías. Me gusta imaginar sus nombres o sus vidas. Dos paradas después, como cada día, sube ella, son las 8:03. Quizás se llame Lucía, y probablemente sean compañeros de Instituto y él haya escrito para ella cientos de canciones. En la misma parada sube un grupo de chavales, son unos gamberros y siempre la increpan. Alguna vez me he atrevido a decirles algo, a recriminarles su actitud, pero después de escuchar un tú, viejo inútil y fracasado, cállate, aprieto con fuerza el embrague y me encojo en mi butaca con amortiguadores. Los gamberros siempre se sientan al fondo ―podría ser un perfecto título para una canción―, y arrasan por donde pasan, pero el chaval de la funda de guitarra se hace el dormido con los cascos puestos. Imagino que escucha rock, que sueña con subirse a un escenario, con un solo de guitarra y con Lucía admirándole.
Hoy me he retrasado, son las 7:59 cuando aparezco con el autobús por la parada. Un coche en doble fila había impedido mi paso. Los pasajeros, que esperaban impacientes, se quejan. Como si vivir fuera tan urgente. Algunos me insultan, otros insultan a los que insultan. Y todos, mañana, volverán a subir en silencio, dejando caer las monedas en la máquina expendedora de billetes. Cuando llegamos a la parada de Lucía, sube llorando rodeada por esos gamberros, y es que tres minutos es una eternidad cuando se está en mala compañía. Uno de ellos tropieza con la funda de guitarra al pasar junto a Matías, notando que es blanda. La abre y saca los cojines que contiene, esparciéndolos por todas partes.
Hoy es mañana, el día después del día en el que el autobús llegó a las 7:59. Pero hoy he llegado puntual y Matías no lleva su funda a cuestas. Le pregunto con la mirada, como respuesta simplemente se encoge de hombros. Se sienta tras de mí y mira por la ventanilla todo el trayecto, ni siquiera mueve la cabeza cuando sube Lucía. Al llegar a su parada no desciende. Transcurre el día y sigue ahí, sentado, mirando por la ventanilla y en silencio. Parece un espejismo, un ser irreal. Solo reacciona cuando me acerco a él y le digo un eh chaval, que hemos llegado a cocheras. Bajo del autobús y lo dejo solo. Cuando sale de su ensimismamiento se percata de la funda de guitarra que le he dejado en el asiento contiguo. No puede evitar sentir curiosidad. La toca, palpa su contenido, nota las curvas, la pala, las clavijas… Anudada a la cremallera, colgando de una cuerda, hay una fotografía. Es de un grupo de rock de los años 80, en su mejor momento de gloria y esplendor, rodeado de centenares de personas en un concierto. En el que seguro vitoreaban sus nombres y tarareaban sus canciones. En el dorso, a modo de nota, se puede leer: “Para el chaval de la funda de guitarra, de parte de Matt y los del callejón”.
Cuando Matías llega a casa, los niños ya están en sus camas, Lucía le espera adormecida en el sofá. Él se acurruca a su lado y le susurra al oído su canción preferida, la primera que escribió para ella.
Relato presentado al concurso de #SueñosdeGloria organizado por Zenda Libros y patrocinado por Iberdrola.
un relato muy bonito y tierno, enhorabuena
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