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Poleas


Mi piso y el de mi madre comunican por el patio de luces. Están conectados por unas poleas por las que circulaba un cesto que a veces llevaba comida y otras, medicamentos. Mi madre murió y quien vive ahí desde entonces es mi hermana. «Vete a la mierda», eso fue lo último que me dijo. «Vete tú», contesté como una cría de quince años. Era el día de la comunión de mi hijo pequeño, el 4 de mayo del año de Naranjito. Ya ni recuerdo el motivo. Pero sí que frente a un altar mi hermana y yo nos mandamos mutuamente a la mierda.

El cesto sigue intacto, en su polea, balanceándose al compás del viento, soportando la lluvia y el sol, ignorante, feliz.

Desde que el mundo se ha parado por el coronavirus, y nos encerramos en casa, pienso más en mi madre, pero también en ella. Sé que enviudó, que sus hijos se marcharon y que se quedó sola, como yo. Aunque de eso ya hace mucho tiempo. Pocos en el barrio saben que somos hermanas, todo ha cambiado y ya nadie habla de nosotras. 

Mi salvavidas estos días para no volverme loca es cocinar. Tengo la nevera y la despensa preparadas para una Navidad eterna.  Ya no sé qué canal poner, ahora todos son iguales, la vista se me cansa de tanto ganchillo y voy echando cabezadas. El mundo está más en silencio que  nunca. Por eso a veces me parece escuchar ruidos, pero esta vez es distinto, ese chirriar es tan familiar como real. Cuando me asomo al patio no veo a nadie. El cesto está ahora en mi polea. Dentro hay algo envuelto en uno de esos paños de cocina que tan bien conozco. Pero no lo cojo. Vuelvo al sofá y enciendo de nuevo la tele, subo el volumen. A la mañana siguiente el cesto sigue ahí, el paquete también. Esta vez mi curiosidad gana, agarro el cesto y me escondo. Es un trozo de tarta de zanahorias, la especialidad de nuestra madre. «Seguro que está envenenada», me digo a mí misma. Pero al final pienso que de perdidos al río, que con la edad que tengo lo mismo me da que me mate el bicho, la soledad o una tarta envenenada.

Al día siguiente sigo viva. Esta vez soy yo la que le devuelve el cesto con el paño y unas magdalenas que hice, con un toque de vainilla que sé que le gusta. 

Cada día, a la misma hora, espero la llegada de la chirriante cesta a mi polea; si se retrasa me asusto, pero respiro aliviada  cuando veo aparecer el cesto, cada vez a un ritmo más desenfadado. Nuestros días pasan de polea en polea. Hoy me ha hecho llegar una naranja, grande y hermosa, siempre tuvo un sentido del humor peculiar. Yo se la he devuelto pintada con sus calcetines altos, las botas, la pelota de fútbol y la eterna sonrisa bobalicona. Qué lejos queda 1982.


Relato presentado al concurso de Zenda Libros #NuestrosMayores

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