El metro es ese lugar en el que nos escondemos de la superficie. Así es como me siento cada vez que bajo las escaleras que me alejan del frío o la lluvia, para notar el siempre cargado ambiente subterráneo. El jefe no quiso que trabajáramos en casa más de lo estrictamente necesario, y eso nos obligó a ir a la oficina gran parte de la pandemia. Y llegó la Navidad. A Puri se le ocurrió la idea de hacer el amigo invisible. Yo pensé que era una tontería monumental, pero Puri es la sobrina del jefe. Sentado en el banco del andén, esperando la llegada del metro y con el ridículo regalo en la mano, sentí que el ambiente era algo más cargado de lo habitual. Aflojé el nudo de mi corbata, miré a un lado y a otro, y volví a leer el mensaje que acababa de enviarme Puri. Una vez tuve una novia que me dejó por teléfono, cuando aún se debía tener algo de dignidad y valor para llamar a alguien y decirle que todo había terminado. Luego llegaron los mensajes de texto y las emociones se disfrazaron de emoticono. Una sonrisa pasó a ser dos puntos, guion medio y cierro paréntesis. Pero anunciar que la empresa entra en suspensión de pagos y que me quedo en el paro, se merecía por lo menos un burofax.
Dejé escapar el metro. Creo que pasé la mañana mirando el rótulo que anuncia el tiempo que queda para el siguiente. Siete minutos, seis minutos y cincuenta nueve segundos, cincuenta y ocho, siete…
Las personas iban y venían, formando parte de mi vida un total de dos minutos y treinta cuatro segundos de media. Pero todas eran iguales. A cada una de ellas las podría catalogar: la madre estresada que ha cogido la mañana de fiesta para hacer las compras navideñas, y que echa de menos poder quitarse la mascarilla y así agarrar el billete del metro con la boca; la pareja de enamorados, él con la mano en el culo de ella y ella quitándosela después de unos deliciosos segundos; el hombre trajeado que, móvil en mano, responde e-mails o consulta las noticias. No somos tan originales. Incluso la bufanda que compré para el amigo invisible es la misma que lleva el señor mayor que echa una cabezadita, y que me pareció lo suficientemente fea para que fuera un buen regalo para mi amigo invisible. Me había tocado el jefe. Por mi cabeza pasó la idea de ir a la oficina, entregarle el regalo, animarle a abrirlo y entonces, en ese preciso instante en el que no sabría qué decir porque la bufanda era realmente una horterada, arrebatársela y ahogarlo con ella. Pero no iba a ser una buena idea y dejé el regalo en el suelo. Era la hora de comer y había prometido a Luisa ir a casa.
Al día siguiente madrugué como siempre, tomé un café solo con tostadas, besé a Luisa, acaricié su barriga, le deseé un buen día y salí de casa. Bajé las escaleras del metro y no corrí. Me paré a comprar el diario, un café para llevar y un bocadillo de jamón, y ya una vez en el andén me senté en el mismo banco donde había abandonado el paquete. No sé el rato que pasó, porque me quedé dormido, hasta que alguien se me acercó y me habló.
―Eh, amigo, gracias por el regalo.
Sobresaltado desperté e, instintivamente, palpé mis bolsillos hasta notar el bulto de la cartera y el móvil.
―Gracias por el regalo ―insistió.
―¿Qué regalo? ―justo en ese instante reparé en su bufanda.
―Ah, no es nada hombre, no es nada.
―No te acuerdas de mí, ¿verdad?
No me sentía cómodo con su presencia, y menos aún cuando se bajó la mascarilla.
―¿De verdad que no me recuerdas, Canicas?
Hacía siglos que nadie me llamaba así. Había adelgazado, bastante, pero sin duda era él.
―¿Boliche? ¿Eres tú?
―El mismo.
―Pero, es increíble, ¿desde cuándo no nos veíamos?
―Desde que acabó el instituto. Tú te fuiste a Barcelona, para estudiar en la Universidad. Me alegra que hayas vuelto por Madrid.
―Siento no haberte reconocido, estás tan…
―Cambiado no sería la palabra, con estas pintas y oliendo tan mal. Pero he adelgazado, lo has notado, ¿eh?
―Sí, la verdad es que sí. Y te sienta genial la bufanda.
Boliche la acarició, era realmente fea pero de lana y parecía ser calentita. Hizo el gesto de sentarse a mi lado.
―Lo siento Boliche, debo irme, no sé cómo he podido quedarme dormido… últimamente trabajo demasiado.
Dejé el bocadillo en el banco y me fui del andén sin mirar atrás, sin tan siquiera valorar que estaba haciendo el ridículo; de un andén te vas si has llegado, no si esperas.
Ya en casa fui incapaz de decirle a Luisa que me había encontrado con Boliche, que había adelgazado y que parecía otro, bajo esos harapos y con la barba tan larga. Ni que había dejado expreso el bocadillo de jamón, ni que la bufanda a él no le sentaba tan mal. Ni que al día siguiente volvería a ponerme el traje para ir al metro, no al trabajo, que nos habíamos quedado sin paga doble justo cuando más la necesitábamos. No le dije tampoco que, caminando de regreso a casa, recordé haber visto a Boliche, pidiendo en la entrada del metro o tocando la guitarra. Siempre fue el mejor en la clase de música, tenía un talento innato. No le dije a Luisa tampoco que era la única persona con la que me apetecía estar, la que quizás me entendería. Y a su pregunta de si le había gustado la bufanda al jefe tan solo pude contestar que sí, que mucho.
Relato presentado al concurso Una Navidad diferente, organizado por Zenda e Iberdrola.
#unaNavidaddiferente
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