io. Genaro también saluda a la hermana mayor de Teresa, María. Se llama así por la abuela materna y está sentada en su puerta pelando patatas. Tiene esa edad en la que lo que no ha aprendido en la escuela lo debe acabar de descubrir por sí misma. María espera a Genaro y su hijo –que seguro se llama como su padre–. Y los dos cruzarán sus miradas. Cuando el sol se esconda, y todos duerman, se verán en el establo. En noches de luna llena estudian sus rostros; cuando no, descubren sus bocas. Llegará el día de la deshonra con un vestido ceñido y un sermón sobre la decencia. Pero a Genaro hijo y a María no les importará, porque al fin podrán estar juntos y tener su propio hogar: pelar sus patatas y cuidar de sus ovejas. Ser Genaro y María, a secas. Teresa lo sabe todo y ha escrito un diario. Se lo entrega a María –que casi olvidó leer–, antes de partir por el camino de las ovejas, con destino a cualquier otro lugar más allá del monte. Aunque no sabe muy bien a dónde. Y sin mirar atrás escucha el grito del pastor a sus ovejas y siente el olor a leche cruda que fermenta. El llanto de un niño consigue que su partida no rebaje esa población cada vez más diezmada: una que marcha, otro que llega. Y aquí, en el camino, saludo con la mano a Teresa y le deseo suerte; no le digo, en cambio, que de dónde ella huyó –anhelando saber quién era–, yo fui para encontrarme.
Relato presentado al Concurso de historias rurales de Zenda Libros, patrocinado por Iberdrola.
#historiasrurales
(Fotografía de Beatriz Díaz)
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