Dije que odiaba a mi jefe, ¿verdad?
Pues he tenido la cena de empresa.
Me dedico a la publicidad por vocación. De pequeña ya
analizaba los diferentes anuncios de la televisión. Así que en Navidad es
cuando más disfrutaba. Qué derroche de creatividad… mentira, en esa época era
todo muy típico, pero soñaba con crecer y llegar a una gran agencia de
publicidad y revolucionar la industria del juguete. No tuve dudas en estudiar
la carrera, hice prácticas aquí y allá, viajé a Madrid, me especialicé aún más
hasta entrar en una de las mejores agencias de Barcelona. Y me quedé
embarazada. Y sí, me dejan las campañas de juguetes y temas relacionados con la
maternidad, es que Sra. Garrido, usted es
la persona ideal para hablar de ojeras y malas noches. Al principio me lo
tomaba bastante mal, sobre todo porque cuando mi jefe, ese al que odio
tanto, me soltaba tal sandez, de la
irritación, mis pezones chorreaban y pedían ser atendidos, imagino que mi hijo
lloraba en la otra punta de la ciudad.
He dicho que he tenido la cena de empresa, ¿verdad?
Lo que no he dicho es que también hacemos el amigo
invisible.
El día del sorteo resulta que me tuve que ir a toda prisa
porque el pequeño se puso malo y me llamaron de la escuela. Así que no fue
hasta el día siguiente que me encontré con la papeleta, nunca mejor dicho. Ese
papelito doblado con sumo cuidado iba a generarme más estrés que cuatro
Navidades seguidas. Efectivamente, me había tocado el jefe. Antúnez me miraba
con sorna al llegar al despacho, el muy imbécil seguro que lo amañó, sabe que
no lo soporto.
Venga, a la compra de regalos para los niños y la familia,
arreglar los adornos de las camisetas del concierto de Navidad del cole, atender
diversas cenas porque una es muy social (y necesita un desahogo), a las dudas
de tu madre sobre si poner pavo o pollo en la cena de Nochebuena, a la
preparación de la felicitación y el calendario con las fotos de los niños, la
casa hecha un desastre con el árbol por en medio y sin poder ya casi ni caminar
de trastos que hay esparcidos… súmale comprarle un regalo de amigo invisible a
tu jefe.
El centro comercial estaba hasta los topes, tenía que
concentrar las compras en un mismo día, iba sin niños y tenía que aprovechar. Así
que con el abrigo a cuestas (la calefacción estaba tan alta que parecía pleno
agosto), las diferentes bolsas y el trozo de pizza que iba a servirme de
almuerzo, me decidí a entrar en una tienda de típicos regalos absurdos pero que
encuentras de todo. El cojín llamó mi atención desde el primer momento,
pequeñito, discreto, ideal para el dolor de espalda o de riñones, claro, el
pobre se pasa tantas horas en la oficina… ¿Cuánto costaba? Cinco euros,
bingo, justo el presupuesto asignado. Apreté el trozo de pizza entre mis
dientes y lo cogí para llevárselo a la cajera.
-
¿Tarjeta cliente?
-
No, no tengo.
-
Se la puedo hacer en un momento.
-
No, otro día, tengo que recoger a los niños y
voy con un poco de prisa.
-
Bueno, yo le doy el papelito y si quiere me lo
va rellenando, porque es para regalo el cojín, ¿verdad? El amigo invisible, ¿a
qué sí?
(¿Cómo lo sabía?)
-
Sí, es para regalo.
-
Tenga le dejo un boli.
-
No, pero si yo…
-
Firme aquí. Esta compra ya estará acumulada en
su tarjeta de puntos por ser cliente.
(Era jodidamente rápida y
sibilina)
-
Gracias, y Feliz Navidad. ¿El siguiente?
Y llegó el día de la cena.
Nunca pensé que el armario sería un elemento de tortura tan
cruel. O voy embuchada o parezco una mesa camilla, o muy brilli–brilli o cuello
alto monjil. Debería ir de rebajas de una vez, pero para mí. Aunque una cosa
tenía clara, uñas rojas.
Llegué puntual, intencionadamente, quería evitar estar sentada
al lado del jefe. Coincidí con otras compañeras en la entrada, nos recibió
Antúnez.
-
Hola chicas, bienvenidas, hoy la vamos a liar.
(Ya estaba desenado irme)
-
Hemos creado unos juegos para pasárnoslo muy
bien, así que tenéis que sacar un papelito que dirá al lado de quién os vais a
sentar.
Os podéis imaginar quién me toco. Efectivamente.
La cena estaba espectacular, y no tuve más remedio que comer
las gambas con cuchillo y tenedor, evitando chupar, con lo ricas que están. Eso
sí, había croquetas, esas las cogí con los dedos.
-
Sra. Garrido, ¿no va a tener calor con ese
cuello alto?
-
No, no, no se preocupe, es por no ponerme mala y
así no faltar al trabajo…
-
No, si ya falta usted con eso de que se le ponen
malos los niños…
(zasca)
Y llegó el momento de la entrega de regalos.
Al C de Antúnez lo tenía enfrente. Había de todo un poco,
regalos graciosos, otros más prácticos y otros que no sé cómo calificar, como
el mío. Un paquete de chinchetas de colores.
Tocó el turno del regalo que ponía el nombre del jefe, mi
regalo. Y las típicas bromitas, qué blandito es, anda a ver qué será, ¿una
corbata? Todos ríen (como monos). Las risas pararon en cuanto sacó el cojín del
envoltorio y lo enseñó, Antúnez me miró con unos ojos que se le salían de las
órbitas y me hacía el gesto de “estás muerta”. El cojín resulta que tenía algo
escrito, por un lado, tal que “Eres mi puto amigo invisible”.
...
De ésta no salgo viva, o me mata o muero yo con la croqueta
atragantada.
…
Puedo levantarme ya, irme y no aparecer nunca más por la
oficina.
…
Por fin el jefe rompió el incómodo silencio.
-
Brindemos por el nuevo año, espero que esté
lleno de grandes metas.
-
¡Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo! (todos, a
coro)
Tras el brindis, al oído me susurró un Sra. Garrido, pasadas
fiestas, la quiero a las nueve en mi despacho, puntual.
Cogí el abrigo y apreté con fuerza la caja de chinchetas en
mi mano, me monté en el coche y me quedé mirando el techo. Qué sosas estas
chinchetas plateadas. Cogí una chincheta de color azul, porque así es como me sentía,
hundida, triste… recordé el cuento del Monstruo de colores y me hice con
algunas más. También estaba enfadada y rabiosa, roja. Un poco asustada, negra… El
techo empezó a coger otro color. Ya en el garaje de casa puse una amarilla,
alegría, porque me esperaba una familia y quizá mucho tiempo libre por delante,
jamás había estado en el paro.
Llegué a la puerta de casa y suspiré, pase lo que pase, es
Navidad.
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