De pequeño solía esconderme en la buhardilla de nuestra casa a las afueras de Kiev, aprovisionado de cartulinas blancas y varias témperas. Allí, en mi refugio, repartía pinceladas a discreción sobre el inmaculado lienzo. Recuerdo a mi hermano gritando mi nombre, buscándome por todos los rincones. Y, cuando por fin me encontraba, era para burlarse de mis dotes artísticas. Yo me enfadaba mucho y dejaba de hablarle durante unos días. Cosas de niños. Necesito evocar esos momentos, entre otros, antes de apretar el gatillo. Ocupar mi mente. Pensar en Lyaksandra y sus dulces pechos, en una victoria del Dinamo o en un alto el fuego porque alguien nos avisa del final de la guerra. Pero lo único que escucho son disparos y detonaciones y debo acabar con la vida de ese soldado ruso; con Katya y sus dulces pechos, la victoria del Spartak o un plato de sopa borsch bien caliente con el que, probablemente, ambos soñamos. Cuando cae la noche nieva y el campo de batalla vuelve a ser totalmente bla
Todo empezó en un semáforo. No soy rubia, no tengo un descapotable pero hago las croquetas como las de mi madre. Me gusta escribir. Reírnos de nosotros mismos nos mantiene locos en un mundo de cuerdos.