Ir al contenido principal

Una de indios y vaqueros


El calor de principios de septiembre aún me habría permitido disfrutar de la playa hasta el ocaso. Pero el inicio de la escuela marcaba el final del verano; por mucho que el sol se empeñara en seguir calentando y en hacerme dudar entre manga larga o corta y la socorrida chaquetita de entretiempo. Algo tan en desuso, el entretiempo. Finalmente opté por una camiseta negra y unos tejanos.

Nadie se atrevía a no llamar Don José a nuestro profesor de matemáticas, siempre tan serio y a la vez honesto; severo, pero también justo. Entró y nos encontró a todos en un total y absoluto silencio, no fue necesario que nadie avisara de su llegada con aquello de callaros que entra. Y nos pusimos en pie. Su familia ocupaba el primer banco y todos los demás llenábamos la enorme sala del tanatorio que en ese instante me pareció, a mis cuarenta años, tan pequeña como el pupitre escolar. Él la hacía diminuta.

Seguro que Don José ya nos habría explicado con una de sus fórmulas cómo calcular el número exacto de asistentes. Aunque podríamos resumirlo en infinito.

Sentada en la cocina, tras haber preparado la cena a mis hijos, revisaba los mensajes en mi móvil cuando me enteré de la noticia. Sentí una orfandad difícil de explicar, tanto que solo supe hacerlo escribiendo. Y lo hice en la red, ese lugar en el que crees que nadie te lee, que eres inmune, invisible. Eran muchas las anécdotas sobre sus métodos para enseñar matemáticas las que recordaron otros ex alumnos. Como su historia sobre los indios y los vaqueros para explicar los números positivos y los negativos. Ya no estaba segura de quién era el positivo y quién el negativo, pero una cosa era cierta, negativo con negativo sumaba positivo.

Y yo sentía que aún tenía incógnitas por resolver.

̶ Mamá, ¿estás bien? ¿Por qué estás triste?

̶ Me he enterado de que alguien se ha muerto.

̶  ¿Le conocías?

̶ Sí.

̶  ¿Te da pena?

̶ Bastante.

̶  ¿Puedo comer más filetes?

̶ Claro.

Mis hijos siguieron cenando mientras Bob Esponja hacía de las suyas y permitía que esta madre estresada disfrutara de unos minutos de soledad. Creo recordar que también hablé con mis padres. Les llamé. Juraría que lloré. Don José era además el propietario de una librería, a la que ibas a buscar el DIN-4 para las manualidades y donde mi padre echaba la primitiva, y le informaba de mis avances en esto de la vida cuando yo ya no formaba parte del barrio. Creía que eso iba a ser así para siempre, inmortalicé la librería, a él, su mujer, su buen hacer.

Escribí y publiqué.

Antes del funeral había saludado y transmitido mis condolencias a la viuda y sus hijos. Me dieron las gracias por el pésame, pero también por mis palabras, que les habían gustado mucho, me dijeron. Esa mañana había escrito en el libro digital de condolencias y pensé que se referían a ese texto. No recordaba en ese momento el otro, el que escribí en mi móvil mientras Bob Esponja atormentaba a Calamardo.

Cuando la ceremonia empezó yo estaba situada al final del todo, de pie, junto a mi amigo. Pensando en cómo nos vería él en ese momento a nosotros, si con flechas y plumas o uniformados. ¿Estaría orgulloso como lo está un padre de sus hijos? La señora que ofició el acto dijo unas palabras y entonces dio las gracias por todos los mensajes que habíamos escrito por nuestro querido profesor. La familia le había pedido que reprodujera algunos de ellos. Y mis sentimientos empezaron a brotar de la boca de esa desconocida, pero con mis palabras, y yo solo atiné a pellizcar a mi amigo y decirle eso es mío, lo he escrito yo. Y llorar como una cría a la que no sabe qué le pasa hasta que lo descubre, y entonces necesita llorar aún más para sacarlo y no volver a esconderlo jamás.

El mismo profesor que me animó a ser abogada o economista, me daba una última lección magistral y alas para escribir. También supe que nos perdonaba que hubiéramos olvidado si  los positivos eran los indios o los vaqueros, porque para él la solución al problema era la suma de todo un camino recorrido. Era cuestión de pura lógica.

D.E.P. Descanse Estimado Profesor


 Relato presentado al concurso organizado por Zenda Libros e Iberdrola.

#MiMejorMaestro

Comentarios

Entradas populares de este blog

Reflejo natural

  La madre, al ver su rostro, enfureció. Rompió todos los espejos del hospital y no dejó que nadie se acercara al bebé, evitando así que fuera fotografiado. Vendió el piso de Madrid y se fueron a vivir a un pueblo abandonado de Soria. El niño creció ajeno a todo y ella no hubo verano en el que no se arrepintiera de su desliz. Creía que estaban a salvo hasta que una mañana vio a Narciso acercarse por el sendero. En el momento en el que padre e hijo se vieron, cayeron perdidamente enamorados el uno del otro.   (detalle del cuadro ‘Eco y Narciso, de John William Waterhouse) Relato finalista de la IX edición de Relatos con Banda Sonora de La Ventana (cadena SER) y Escuela de Escritores. Banda sonora: Narciso , de Pipiolas  

Dentro del armario

       Cuando aquel agosto decidí limpiar el armario encontré a nuestra hija. Hacía tiempo que no sabíamos nada de ella, un día discutimos y se marchó de casa, o eso creímos. Recuperar la confianza nos iba a llevar un tiempo, por eso la dejamos ahí adentro. Cada mañana poníamos una bandeja en el suelo con comida y bebida. Y si necesitaba algo nos escribía una nota. Ha pasado un tiempo desde aquello y aún sigue ahí. Estas Navidades cenamos todos juntos dentro del armario, aunque hay algo que me preocupa y es que espero no manchar nada con las gambas.  (la imagen es de Google) Microrrelato finalista en la VIII edición de Relatos con Banda Sonora, organizado por la Cadena SER y la Escuela de Escritores.

Bollera

  Los viernes era el único día de la semana que tenía la tarde libre. Después de merendar y de hacer los deberes, me acercaba a ayudar a Yolanda en su panadería. Estaba justo enfrente de mi casa. Desde mi balcón podía verla. Me encantaba dar el cambio y llenar bolsas con medio quilo de harina, que cogía de un gran saco que tenía guardado en un pequeño cuarto. Yolanda no era muy joven. Tenía la edad de nuestras madres pero sin hijos. Ella siempre agradecía mis visitas y mi ayuda. Jamás me hizo sentir que entorpeciera sus quehaceres. Me encantaba el olor a pan recién hecho. Aún ahora ese olor me transporta a la infancia, al sosiego del fuego lento. Una tarde de viernes mi madre me dijo que no iba a ir más a ayudar a Yolanda. Me enfadé. No lo entendía. Le pregunté si es que ella le había dicho algo malo, ya que yo la consideraba mi amiga. En ese momento mi madre simplemente me dijo que me olvidara para siempre de Yolanda, que la gente hablaba. Cada vez que iba a comprar el pan me