Cuando empieza el verano, o mejor dicho, cuando acaba el
colegio, siempre pienso lo mismo, la de tardes de calor que nos esperan por delante
de y a dónde vamos, qué hacemos ahora, tengo calor, tengo hambre… y de repente,
septiembre.
En enero hay propósitos de año nuevo, pero en julio hay de
inicio de verano y en septiembre, el replanteo. No sé por qué motivo pero este
verano me he dedicado a pintarme las uñas, así, sin más, ha sido mi propósito.
El detonante fue algo tan sencillo como una conversación con una amiga en la
que le confesé que no suelo pintarme las uñas, en Navidad, alguna fecha
señalada, pero poco más, y las de los pies jamás en mi vida. Me pareció una
tontería pero a la vez, ¿un reto? Algo absurdo, o algo simple, lo reconozco,
pero se trataba de julio, verano, calor… mi neurona necesitaba no pensar en
nada. Empecé por un color crudo casi carne que
mimetizaba mis uñas con mis dedos, la respuesta de mi amiga fue un muy
bien, pero ahora necesitas pasar a un grado superior, ser más arriesgada, ahora
no puedes echarte atrás… ¡rojo carmesí! Y lo conseguí, me pinté las uñas de las
manos y de los pies de rojo. En esta ocasión su respuesta fue un ahora no vas a
poder verte los pies sin las uñas pintadas, y lo sabes, yo sonreí.
Así que me he pasado el verano pintándome las uñas de las
manos y de los pies, sobre todo las de las manos, los pies aguantaban más. Y mis
hijos me decían mamá qué haces, y eso para qué sirve, y otra vez te las estás
pintando… ¿y cómo les explicaba yo que lo necesitaba? Iba al baño a lavarme los
dientes y hacía posturas delante del espejo con las manos, a lo anuncio. Me
calzaba las sandalias y observaba mis pies, y me deleitaba pensando que era
cierto, que ahora me parecían mucho más bonitos. E iba por el puerto o el paseo
marítimo y tenía un ojo en los niños y otro en los pies de todas las mujeres con
las que me cruzaba, alta, baja, morena, rubia, joven, mayor, sola, acompañada,…
casi podría haber hecho un estudio de mercado y, ciertamente, las había más con
pintadas que sin pintar. Ahora bien, para acabar de verificar que las
conclusiones de mi estudio eran ciertas, debería haber ido más allá, haber
hablado con ellas, cuántas se las habrían pintado por primera vez a los
cuarenta como yo, cuántas lo hacían incluso en invierno, cuando enfundamos los
pies y solo los vemos en nuestra intimida, en fin, aquello hubiera dado para
mucho.
Recuerdo que cuando nació mi primer hijo mi obsesión era que
no me pillara ese momento con el tinte por poner y se me viera la raíz, otra
tontería, pero fue así. Pues esta vez el hospital me ha pillado con las uñas
mal pintadas, y pensar en ello me ha servido para obviar ese otro rojo carmesí,
aunque esta vez no me ha importado tanto, lo de llevar las uñas mal pintadas
digo, de hecho, también iba con raíz. Pero es que ahora tenía otras cosas en
las que pensar, la vuelta al cole de los niños, que las batas estuvieran
preparadas, los libros, y en que ya no iba a ser necesario liberar el estudio
para poner la cunita, y que el rojo carmesí en las uñas está bien, pero solo ahí. Así que mi propósito de septiembre va a ser mantener las
uñas de mis pies pintadas aunque nieva, porque el simple hecho de pintármelas significa
estar un ratito a solas conmigo, sin pensar en nada más que no sea no pasarme
con el pincel y manchar mi piel. Aunque esas manchas se quitan, las del alma,
no tanto, y aunque no me veía cambiando mis chinchetas en el techo por un
monovolumen, ya me había hecho a la idea.
Pero no estoy triste, solo confusa.
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