No sé en qué momento me dejé convencer. Mónica me llamó
llorando, necesitaba hablar, lo habían dejado correr por enésima vez en… ¿el último mes? Que aquella relación no tenía
futuro era algo que sabía yo y el resto de la humanidad, menos Mónica. Siempre
intentaba hablarle con tacto de Óscar, por suerte no tenéis hijos, vivís de alquiler,
nada os ata… era decir esto último y escuchar como aumentaban sus sollozos, y a
mí me recordaba a aquel anuncio de pizzas en el que un padre intenta consolar a
una hija a la que acaba de dejar el novio, y él le dice algo así como qué
jersey más bonito llevas… claro papá, me lo regaló éeeeeeel.
En fin.
Tenía tanto calor que pensé que no estaría mal sumarme a
algún plan con Mónica, distraerla, así que le dije que podríamos hacer lo que ella
quisiera, su respuesta fue: “Quiero ir al curso de croquetas gourmet que da el
Chef Rober en su Escuela-Taller”. Mi cara de impacto hubiera traspasado el hilo
telefónico, es Agosto, hace calor y Mónica quiere ir a una master class de
croquetas. Según me dijo, su abuela hacía las mejores croquetas del mundo
(espero que el concepto de” las mejores croquetas del mundo” fuera medido con
otros parámetros a los de “el mejor hombre del mundo”…). Había muerto no hacía
mucho y estaba sensible, la relación con su abuela fue especial, con sus
croquetas, también, ¿podía negarme? En absoluto. Le dije que de acuerdo, y que
ya la pasaba yo a buscar, que cogiera un pañuelo para el pelo.
De camino a la Escuela-Taller pasamos por el paseo marítimo,
me consolaba yo misma pensando en lo mal que estaba el aparcamiento en la playa
y en lo fresquitas que íbamos a estar en la Escuela-Taller del Cref Rober. Con
ese nombre suponía que iba a tener aire acondicionado y que se habría olvidado
de aquella época en la que fue Roberto (deducciones mías). Nada más llegar noté
el fresquito y que rompíamos la media de edad, conseguimos bajarla a cincuenta,
no estaba nada mal, la cosa prometía.
Que la cocina se me da fatal es algo que también sabemos yo
y el resto de la humanidad, incluso Mónica. No conseguí hacer una croqueta con
forma de… croqueta, algunas parecían América del Sur, otras la bota de Italia…
en fin, un desastre. Al final había un pequeño cóctel con todos los asistentes
en el que podíamos degustar nuestras “creaciones” junto con otras del propio
Chef Rober, que por supuesto resultó el típico pedante al que me entraron ganas
de devolver a su infancia, cuando seguramente era el niño delgadito y tímido
con el que todo el mundo se metía. Lástima que el resurgir de este Ave Fénix
hubiera sido para mal. Pero el cóctel fue divertido, resultó que había un grupo
de amigos de entre sesenta y setenta años que estaban ya retirados y se dedicaban
a viajar, pero por su cuenta, a hacer cursos y apuntarse a todo aquello que pareciera
divertido, o ellos lo hacían divertido. Y pensé si Mónica y yo seguiríamos siendo
amigas cuando pasaran unas cuantas décadas, cuando lo que tocara consolar fuera
una pérdida, de las de verdad, de las que se van para no volver jamás, y
también pensé que, efectivamente, yo de mayor quería ser como ellos, y que
Roberto también lo pensaba, pero disimulaba muy bien.
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